La mirada y la interpretación de Oscar Andrés De Masi, arqueógrafo

domingo, 14 de abril de 2024

CLASE ESPECIAL EN LA IGLESIA DE LA PIEDAD / BA, 3-IV-2024


Mi querido y admirado amigo, el Dr. Juan Lázara (con "a" final), tuvo la fina cortesía de invitarme a participar, como profesor invitado, en una clase realizada en la Iglesia de La Piedad. Los destinatarios fueron los alumnos y las alumnas de la carrera de Turismo de la UADE, donde el colega dicta cátedra. 

Fue una experiencia gratificante, no sólo por la ya conocida calidad de la tarea docente del Dr. Lázara, sino por la atenta escucha de los destinatarios, todos jóvenes muy educados que mostraron evidente interés en la interpretación organoléptica de la Basílica, y, en especial, ante esa disciplina exquisita que a veces dejamos rezagada, que es la epigrafía lapidaria en latín. Concluimos la visita interpretativa ante el mausoleo de Santa María Antonia de San José de Paz y Figueroa. Nos acompañaron también amigas guías de Turismo, que exhibieron su habitual calidez y cultura.

Gracias a la cátedra, a los alumnos y a la Lic. Anabella, que tomó preciosas fotos!














domingo, 7 de abril de 2024

ENRIQUE ESPINA RAWSON IN MEMORIAM

 


Enrique Espina Rawson junto a OADM en la presentación de La última esquina de Carlos Gardelen la Manzana de las Luces (2007).

 

Los salvajes unitarios están de fiesta, escribió José Hernández, a propósito de la muerte del Chacho Peñaloza. Y parafraseando al más grande poeta argentino, habría que decir que los sostenedores del origen uruguayo de Carlos Gardel, aunque no estén de fiesta, al menos, desde el viernes, respiran más tranquilos. Porque ha muerto en Buenos Aires (la patria adoptiva del vástago de Toulouse) el más acérrimo polemista y refutador de aquella tesis, tan cisplatina como absurda. Ha muerto mi amigo Enrique Espina Rawson, el hombre que más sabía acerca de Gardel en el planeta que habitamos; pero que, además, sabía de muchas otras cosas.

 

Lo conocí en el verano del año 2001, por el azar de las circunstancias. Nuestros caminos no venían, en este caso, trazados por los temas culturales o históricos, como podía esperarse, sino por unos desempeños corporativos simultáneos, en el grupo de empresas del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Porque así de caprichosa es la vida.

 

¿Nos hubiéramos cruzado de otro modo? No puedo saberlo. Lo cierto es que allí nos conocimos y allí comenzamos a hilvanar conversaciones sobre cuestiones históricas y literarias de Buenos Aires.

 

Me impresionó la seriedad de la información que él espigaba en cada charla, el tono coloquial con que arropaba su discurso (lejos de cualquier arrogancia definidora), la agudeza por momentos mordaz de su análisis, y la variedad de sus lecturas, que incluían a autores todavía vigentes (como Borges), relativamente olvidados (como González Tuñón) y a otros totalmente fuera de agenda (como Chesterton, Melián Lafinur y Ocantos, por ejemplo), que también yo leía.

 

Bastaron estos pocos elementos, sumados al común nexo con Hipólito “Tuco” Paz (que descubrimos de causalidad, al cabo de unos meses), para edificar un vínculo 100% ajeno a cualquier motivación frívola, zafia o material. Nos hizo amigos cierta forma de la “virtud”, como quería Aristóteles: el puro y espiritualizado gusto de conversar acerca de temas que, para ambos, formaban parte medular de esa verdad acerca de nosotros mismos que es la propia identidad. En este caso, cimentada en determinada literatura que no era para cualquier paladar, y en la nostalgia de una mirada atenta al pasado argentino que no era para cualquier miopía intelectual.

 

Como al mismo tiempo me desempeñaba como asesor honorario de la Comisión Nacional de Monumentos (que presidía el recordado Alberto S. J. de Paula, otro aristócrata del espíritu), Enrique no perdió tiempo y me abordó una tarde con un asunto que ocupaba su pensamiento desde tiempo atrás: la declaratoria, en la máxima categoría patrimonial posible, de la tumba de Carlos Gardel.

 

Por aquella época, casi nada sabía yo acerca de la vida de Gardel. O, lo poco que sabía, lo sabía mal, porque me lo imaginaba como un aprendiz de malevo de barrio que aprendió a cantar o cosa semejante. Por supuesto que había escuchado con ligero gusto muchas de sus grabaciones, aunque estaba lejos de ser el adicto a sus interpretaciones en que me convertí después. La “culpa” (en todo caso, “culpa feliz”, por utilizar la expresión agustiniana) de mi ulterior y persistente fanatismo gardeliano la tuvo Enrique Espina Rawson.

 

Las palabras acrisoladas y magistrales de Enrique acerca de Gardel fueron como una epifanía, como el “rayo misterioso” que imaginó Le Pera, y que iluminó mi pensamiento y mi corazón. Aquella metánoia gardeliana que experimenté, aquel “camino de Damasco” que emprendí hace más de veinte años en lo tocante a Gardel, tuvo en Enrique a su apóstol y su profeta. 

 

Fue él quien me hizo notar que, bajo la engañosa habitualidad del repertorio gardeliano y el estereotipo abaratado de su imagen, detrás de aquel ícono otrora repetido en los espejos de los colectivos que tomaba de chico, o agazapado en la melancólica referencia a un Buenos Aires que ya no existe ni volverá a existir, más allá de los clichés tangueros, había otro Gardel, el hombre ético, el caballero, el buen hijo, el buen amigo, el porteño arquetípico y el esteta (rasgos que también Enrique podía reclamar como identitarios). Aquel Gardel permanecía desconocido y hasta burdamente distorsionado ante mi generación.

 

Lo dije entonces y lo repito ahora: por ese solo motivo, mi deuda intelectual con Enrique Espina Rawson es impagable por desproporcionada, como los Quinientos millones de la Begum contabilizados por Julio Verne. Y más sideral se volvió cuando, en el año 2007, Enrique aceptó escribir un prólogo a un breve libro mío acerca del mausoleo de Gardel, que logramos que se declarada Sepulcro Histórico Nacional ese mismo año, asumiendo el Centro de Estudios Gardelianos la custodia de ese “santo sepulcro”, como él lo llamaba. El precioso y conciso texto prologal lo concluyó diciendo que, al aceptar esa encomienda escritural, sentía la honda satisfacción de ocuparse de “dos personas de su amistad”: de Gardel y de mí.

 

Ubicarme en ese mismo podio de su afecto, junto a Gardel, fue el colmo de su generosidad, que selló para siempre en mi ánimo un sentido fraterno de gratitud y de lealtad.

 

Porque en esos valores en extinción, de la generosidad y de la lealtad, entre muchos otros que Enrique cultivó, podría cifrarse el itinerario de su existencia.

 

Fue siempre generoso con sus saberes (he reiterado con absoluta convicción que Enrique era la persona que más sabía acerca de Gardel en todo el planeta Tierra, y una de las personas que más sabía del tango en el mismo planeta. Si acaso existen otros que sepan más, en los confines siderales de la galaxia, yo no lo puedo afirmar).

 

Fue generoso en conectar a personas con gustos afines y fue generoso, además, en el plano material, porque era muy dado a obsequiar libros que hallaba en sus anaqueles y que suponía que podían ser de interés para el destinatario.

 

Era pródigo en anécdotas de personajes que estimaba como relevantes en algún sentido, era aciculado en sus reflexiones, era coherente en sus ideas, una coherencia que también extendió a una modalidad de pensamiento agnóstico muy de tono borgeano. Menciono esto último porque del tema de la religión hablamos repetidamente y, a veces, haciéndonos cómplices de una ironía algo irreverente, pero sin malicia y bien humorística, porque él conocía y respetaba mucho mi simpatía por el fenómeno religioso en general, y mis vinculaciones amicales con el clero de varios ritos.

 

Recuerdo que en una ocasión sostuvimos, con fingida solemnidad y de común consenso, en una mesa del Florida Garden, que la existencia mortificante del mosquito (lejos aún de prever estas plagas recientes) podía llegar a esgrimirse como una prueba irrefutable de la inexistencia de Dios. A lo cual agregó él, con más seriedad y llamativa compasión, que la prueba definitiva, en rigor, podría ser el sufrimiento del reino animal:

 

–Imagínese Usted, Oscar (me decía, porque siempre nos tratamos de Usted), un animal cualquiera, un león, que anda en la selva con una espina clavada en la garra, y no la puede remover, y luego se infecta y así pasa días enteros… qué espanto por favor… ¿Cómo podría un Dios permitir ese sufrimiento?-  

 

Recuerdo, también, el horror absoluto que le causaban los crímenes y las violencias de todo género. Era un hombre apacible por naturaleza, honestamente asido a una “moral sin dogmas”, como Ingenieros, profundamente preocupado y dolido en su interior (especialmente en los últimos años) por la tragedia sin fin de la Argentina. Era, sin duda, un patriota que abominaba de la corrupción política (aunque, por momentos, llegaba a pecar de cierto esquematismo maniqueo que, invariablemente, cargaba sobre el peronismo la suma de los males nacionales) y admiraba a los grandes hombres del pasado, a aquellos que habían aportado su cuota a la grandeza pretérita del país. Entre ellos estaba Gardel, a quien juzgaba un fenómeno tan excepcional como inagotable.

 

Su preferencia estética lo orientaba en el sentido de la belleza de las formas nobles, ya fuera una pieza musical (escuchaba buena música, tanto clásica como popular), una pintura, un grabado, una escultura o un objeto cualquiera de anticuariado, de ésos que ennoblece la pátina de los años. Esto explica su experimentado paso por los remates de antigüedades, su ojo clínico para ese rubro y la concreción de su propio negocio. Recuerdo aquel local en la Galería “Las Victorias” y tengo muy presente aquel otro más reciente, de doble superficie y con sótano, en la Galería “Larreta”. Allí solía entrar yo, de pasada o de camino hacia el sushi bar Murasaki, para echar un párrafo que, con frecuencia, concluíamos en el Florida Garden o en el café de al lado (cuyo nombre se me escapa), sobre la calle Florida. Otros contertulios pudieron sumarse al convivio de vez en cuando.

 

En esta hora de ausencia irreparable, lamento no haberlo visitado con más frecuencia, al menos en 2023.

 

Aquella tienda de anticuariado llegó a ser, más que un comercio, una excusa para ir à la recherche de temps perdu, porque (quizá éramos “proustianos” sin darnos cuenta) nos movía el impulso de una reflexión psicológica sin tensiones dialécticas sobre la literatura, sobre el arte, sobre la historia, sobre los recuerdos y, corsi e ricorsi, sobre el paso inexorable del tiempo.

 

En cualquier caso, ambos sabíamos que la Argentina estaba muy lejos del nimbo de sus pasados esplendores. Y que, ante la escala fenomenal de esa decadencia (la vergüenza de haber sido / y el dolor de ya no ser…), no había razones objetivas en el corto plazo para atesorar una gran esperanza colectiva. Sólo quedaba el consuelo de contemplar los gloriosos vestigios materiales en pie o los registros impresos de aquella época dorada, y compartir narrativamente, en voz alta, esa experiencia, entre amigos.

 

Y digo “en voz alta” porque Enrique, aparte del talento que demostró en el oficio de la pluma, atque solerti ingenium, fue un maestro de la causerie, de ese arte perdido de la conversación miscelánea salpicada de rariora, del guiño y el sobreentendido, de la viñeta cotidiana, de la apología vindicatoria… o la reprobación justificada desde un sentido crítico, acidulado y despojado de sentimentalismo. En este último ítem, más de una vez coincidimos en el desprecio visceral hacia algunos personajes encumbrados sin mérito por la “corrección política” vernácula y la estupidez humana, que no mencionaré por cuestiones de delicadeza.

 

Quizá en el ejercicio de ese fino ingenio, mental y verbal (porque no era en modo alguno un lenguaraz, de los que llenan el aire como un guaro, con palabras huecas en reemplazo de las ideas vacantes) residía, también, su testimonio, como eslabón de una cadena rota: la cadena de una “identidad porteña” hecha de ideales y de lealtades, de buenos modales y de buen gusto, de cultura libresca y a la vez del saber empírico de quien posee “calle” y frecuentó las noches de una ciudad que, ahora, sólo existe en el territorio onírico de la memoria y en los relatos ajenos. Precisamente, solía decirme que uno de los méritos de la biografía de Gardel escrita por el inglés Simon Collier (que me mandó a comprar y a leer perentoriamente, como quien manda a un chico a hacer un mandado o una tarea escolar: -Vaya a comprarla hoy mismo al Ateneo- me indicó. Y así procedí, con obediencia discipular), es el haber logrado una pintura de esa contextualidad epocal tan difícil de explicar, que él llamaba “el ambiente”. Ese ambiente porteño de una época que, insisto, Enrique sabía con total realismo (alguna vez dijo que el tango había muerto y era un episodio arqueológico) que ya no iba a volver.

 

A Espina Rawson se lo asocia con Gardel, naturalmente, y también con la materia del tango. Y es correcto, porque en ambos campos desplegó su pericia. Hasta se dio el lujo de producir un relato contra fáctico e hilarante, ¡acerca de los cien peores tangos! (quien no lo haya leído, debería hacerlo). En cambio, con Gardel no bromeaba: sus libros “Disparen sobre Gardel”, “Gardel inédito” y “Archivo Gardel”, son aportes científicos para la construcción del sujeto histórico biografiado.

 

Pero, decía antes, que la versación poético-musical de Enrique excedía el perímetro de Gardel y del tango. Me acuerdo de ésa oportunidad en que, sentados en el café Josephina´s de la calle Guido, lo consulté acerca de la versión de la zamba “De Simoca”, que grabó el “Chango” Rodríguez. Su respuesta, sin libreto previo, fue desgranando una lección de folklore; y, de paso, dejó en claro su repudio al cantante por el crimen que lo llevó a la cárcel. El reflejo ético y el rechazo a la violencia, como marcas sustantivas de su personalidad, se le colaban a Enrique, lo atravesaban y no podía evitarlo.

 

Esa misma ética fue el motor dinámico de sus confrontaciones con los negadores del Gardel nacido en Francia y, a la vez, postuladores del Gardel nacido en Tacuarembó.

 

No podía tolerar, ya no la discreta insinuación, sino la descarada proclamación Urbi et Orbis de una falsedad sin fundamentos, sin probanzas heurísticas, contraria a los documentos auténticos que existen, y que, para peor, dejaba a la señora Berta Gardes (la madre de Carlos) en el incómodo lugar de la prostitución en la otra orilla del Plata. Y, tanto lo arrebataba de justa ira esta pretensión anti histórica, como la pasividad silente de la Academia del Tango y de los gobiernos nacional y local, que evitaban pronunciarse en forma categórica. 

 

Contra esa conjunción de audacia de un lado y de mutismo del otro, protestó valientemente y lo hizo más de una vez, dejando en negro sobre blanco que no era una reyerta contra los uruguayos en su conjunto, sino contra aquellos, de cualquier banda del río color de león, que pusieran en duda las certezas historiográficas ya adquiridas. En esa fragua también templó su lealtad a Gardel y a la verdad sobre Gardel.

 

¿Quedan otras cosas por decir acerca de Enrique Espina Rawson? Sin duda que si, porque la polivalencia de su figura como periodista, ensayista, escritor de ficción, historiador, intérprete de la ciudad que lo vio nacer (no quiero olvidar mencionar esas breves crónicas de apreciación arquitectónica y urbana, de calidad bijou, que publicaba en la revista de Izsrastzoff,  con ese título de “Fervor por Buenos Aires” que evidenciaba sus arraigos afectivos a la ciudad que era su paisaje cotidiano) y polemista gardeliano, reclama que otros narradores sigan escribiendo acerca de su vida y de sus obras. Hay por delante mucha tela para cortar.

 

De momento, y desde el fondo de la enorme pena que me causa la partida de Enrique hacia “un” reino que no es de este mundo, mi discurso enmudece, no por falta de palabras (para eso está el idioma castellano adaptado al medio porteño, que mi amigo hablaba con tanta propiedad), sino por la dificultad punzante de referirme a él… en tiempo pasado.

 

Prueba ello de que “ese” reino invisible, donde habita desde ahora, es ya el territorio sin fin de la memoria.





martes, 26 de marzo de 2024

RECONOCIMIENTO COMUNAL PARA UN LIBRO DE OSCAR ANDRÉS DE MASI


LA COMUNA 1 DE LA CABA DECLARA DE INTERÉS CULTURAL EL LIBRO ACERCA DE LA HISTORIA Y EL ARTE DE LA IGLESIA ORTODOXA RUSA DE BUENOS AIRES.

Por iniciativa  espontánea del bloque representativo de La Libertad Avanza, hemos recibido este reconocimiento. Al aceptarlo, el autor expresa que lo hace no tanto a mérito personal, sino como una distinción hacia la primera comunidad parroquial ortodoxa rusa establecida en nuestro país y cuyo templo, inaugurado en presencia del presidente Gral. Julio A. Roca en 1901, es monumento histórico nacional y tesoro patrimonial para todos los ciudadanos porteños. Porque, a su juicio, la diversidad de ritos es un valor que enriquece nuestra identidad común.

Gracias al miembro comunal Lic. Pablo Testori y su equipo; y gracias a mi querido amigo el  arcipreste Alejandro Iwaszewicz, cabeza visible de esa comunidad de fe, por su confianza en mi tarea historiográfica.













 

lunes, 4 de marzo de 2024

¿POR QUÉ LA SUBSECRETARÍA DE PATRIMONIO DE LA NACIÓN NO DESEA QUE LOS MUSEÓLOGOS QUEDEN AL FRENTE DE LOS MUSEOS HISTÓRICOS NACIONALES?

Por Oscar Andrés De Masi

Para Viaje a las Estatuas, marzo 2024

 

En el marco de la tensión generada en estos días por los relevos intempestivos de las autoridades de museos nacionales (cargos que no se han cubierto, en esta instancia, mediante concursos), la Subsecretaria de Patrimonio de la Nación ha expresado que, para ejercer la dirección de los museos históricos, se prefiere ahora a los historiadores (sic).

 

Nadie podría suponer que yo tenga algo en contra de los historiadores (al menos contra los que son serios, porque también hay impostores en este rubro), desde el momento en que me he dedicado a esa disciplina desde los diez y nueve años de edad (es decir, hace ya cuatro décadas), cuando ese gran maestro y amigo que fue Alberto S. J. de Paula me incluyó, como joven investigador, en el Centro de Estudios Regionales de la UNLZ. Desde entonces arranca mi dedicación a la Historia.

 

Pero debe decirse muy claramente (pues como escribió Goethe, al mal hay que llamarlo por su nombre) que este criterio sospechosamente selectivo, enunciado por la funcionaria, resulta a esta altura no sólo irritante, sino anacrónico (porque fue práctica virtuosa en otra época, cuando no existía la profesión del museólogo) y no garantiza per se el requisito constitucional de idoneidad, ya que depende de la capacidad de gestión museística del historiador. Al fin y al cabo, un museo no es una academia ni una junta de Historia.

 

Por otra parte, hay cientos de ejemplos de profesionales de diferentes disciplinas que han conducido con éxito museos históricos. Para no ir muy atrás en el tiempo, tomemos el caso de la arquitecta Marcela Fugardo y su brillante gestión en el Museo Histórico Municipal de San Isidro.

 

Sostener el criterio de la incumbencia excluyente de los “historiadores” sería lo mismo que afirmar que los museos de artes plásticas deben ser dirigidos únicamente por pintores o por escultores, o por grabadores, o por críticos de arte. Pero, por más que alguna vez hubo antecedentes remarcables en ese sentido (pensemos en Eduardo Schiaffino organizando el Museo Nacional de Bellas Artes, o en Cupertino del Campo, o en Juan Zocchi o en Jorge Romero Brest), es lícito preguntarse si acaso el dominio de una técnica artística o una pluma crítica acerada asegura, como si se tratara de una ciencia infusa, la experticia gerencial que supone la conducción de un museo.

 

Además, habría que definir ¿qué se entiende por “historiador”? ¿Alude a una credencial académica o a un sostenido desempeño de la disciplina, desde la investigación y la cátedra? Porque, como dije antes, a la par de los historiadores rigurosos, hay farsantes credencializados y farsantes sin credencial, que suelen construir su celebridad en los medios dominantes o en las tiradas de libros que repiten, con menos elegancia y casi nula heurística, lo que dijeron antes otros cronistas más pulidos.

 

Pero lo grave es que, además de soslayar la competencia profesional y la pertinencia epistémica de los museólogos argentinos en general, la funcionaria olvida que existe, desde hace medio siglo, una Escuela Nacional de Museología, fundada por el Dr. Julio César Gancedo, orientada a la disciplina histórica y que depende ¡de la misma Secretaría de Cultura de la cual depende la Subsecretaría de Patrimonio!

 

De esa Escuela, cuya Regencia me honra haber ejercido, han egresado varias promociones con el título de “Técnico Superior en Museología Histórica” y muchos graduados han articulado su carrera con estudios universitarios. Demás está decir que, a lo largo de su trayectoria, el establecimiento ha contado en su claustro docente con profesoras de la talla de la Licenciada Susana Speroni; y que ha producido museólogos que han demostrado, en su desempeño, que las lecciones recibidas de tales maestros no fueron en vano.

 

Ante la arbitraria preferencia que sostiene la Subsecretaria de Patrimonio cabe preguntar: ¿por qué negarles a estos profesionales formados por el propio Estado nacional, la oportunidad de desempeñarse en museos nacionales? ¿qué sentido tiene que se financie la Escuela Nacional de Museología con recursos públicos, si luego, sus egresados no serán tenidos en consideración por el propio Estado nacional, a la hora de cubrir cargos directivos en sus museos?

 

O quizá ¿no será esta agenda de “descarte” el preludio ominoso del cierre de la Escuela?

 

En cualquier caso, el episodio que comentamos va de la mano con ese otro interrogante que vienen planteando algunos museólogos que han acumulado suficiente experiencia (como el Licenciado Carlos Fernández Balboa) pero que, pese a sus copiosos antecedentes, no han sido “tocados con la varita mágica” de la política de turno para dirigir un museo: ¿qué destino tiene en la Argentina la carrera de Museología?




lunes, 5 de febrero de 2024

CATÁLOGO DE LA OBRA ARTÍSTICA DE OSCAR ANDRÉS DE MASI (PEQUEÑAS ESCULTURAS)

SERIE "SÓLO UN DIOS PODRÁ SALVARNOS...".

N.º 3, DESDE EL PODIO DE LA NOSTALGIA (PORQUE HUBO UN TIEMPO MEJOR) TINTÍN CONTEMPLA EL ASEDIO POLIMORFO Y TENTACULAR DEL GLOBALISMO SOCIALDEMÓCRATA Y EL PROGRESISMO AGENDISTA... ETC.

Producción: enero 2024

Colección particular JGP













lunes, 9 de octubre de 2023

LA OBRA MÁS RECIENTE DEL EDITOR DE NUESTRO BLOG COMPLETA UN VACÍO EN LA BIBLIOGRAFÍA ESPECIALIZADA


UNA CRÓNICA PORMENORIZADA DE LA HISTORIA DEL TEMPLO ALEMÁN

UNA INTERPRETACIÓN ERUDITA DE SU ESTÉTICA...

EN EL AÑO DEL JUBILEO DEL 180.º ANIVERSARIO DE LA CEABA Y BAJO LOS AUSPICIOS DE LA CONGREGACIÓN, ¡YA ESTÁ AL ALCANCE DEL PÚBLICO!




lunes, 2 de octubre de 2023

DEMNÄCHST... COMING SOON... MUY PRONTO...

 



Extracto de la introducción de Oscar Andrés De Masi a su obra:


La producción historiográfica relativa a este singular edificio porteño (en rigor, deberíamos nombrarlo como conjunto de edificios, tal como ha llegado hasta nuestros días la suma del templo, más los menos visibles salones parroquiales y las dependencias residenciales) registra principalmente a tres autores que han escrito y publicado con una rigurosa base documental nutrida en fuentes primarias, en este orden cronológico: el pastor Hermann Schmidt, el arquitecto e historiador Alberto S. J. de Paula y el historiador del arte medieval Francisco Corti. 


Por su progresión, estos tres trabajos deben tenerse por complementarios, ya que aquello que falta en uno de ellos, el otro viene a completarlo, en lo tocante a la arquitectura. Por nuestra parte, aspiramos a que la presente monografía (concretada en gran medida gracias al acceso a una amplia documentación que la CEABA nos ha facilitado y a las reiteradas visitas al lugar) llene los vacíos anteriores, con nuevos hallazgos heurísticos, nuevas interpretaciones y nuevas comprobaciones organolépticas. Se trata de construir conocimiento por andamiaje, apoyándonos sobre la base de los aportes de aquellos autores fiables que nos precedieron, pero sumando nuestra propia mirada crítica del edificio y nuestra propia lectura de las fuentes de archivo. 


El libro del pastor Hermann Schmidt fue publicado originalmente en 1943 con el título de Geschichte der deutschen evangelischen Gemeinde Buenos Aires 1843-1943, como homenaje a los cien años de vida oficial de la Congregación. Aunque aún aguarda su merecida traducción al español (fue reeditado en alemán en 1991), es una fuente indispensable y, por momentos, inagotable, producida por un cronista riguroso, legitimado por la propia institución y conocedor de sus entrañas, ya que era párroco de la iglesia de la calle Esmeralda desde 1937, y pudo acceder sin cortapisas a los archivos parroquiales.


Su síntesis acerca de los comienzos del rito evangélico alemán en nuestro medio, sus pioneros, los momentos iniciales de esa sede porteña y otros cientos de detalles, es admirable. Lo mismo, el acierto de haber dado a conocer planos, croquis y grabados del templo y sus dependencias, hasta ese momento inéditos.


El trabajo de Alberto S.J. de Paula, generoso amigo y fecundo historiador de la arquitectura argentina, es por demás breve, pero adquiere un valor que llamaríamos “sinóptico”, al integrarse a una serie de tres artículos científicos publicados en la revista Anales del Instituto de Arte Americano de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires, durante los años 1962, 1963 y 1964. Estos aportes tuvieron un carácter pionero, porque nunca antes se había emprendido la tarea de estudiar en su conjunto a los principales ejemplos de la arquitectura eclesiástica no católica romana en Buenos Aires, en sus alrededores y en Montevideo, poniendo la cuestión en el contexto de los revivals del siglo XIX. Pese a su concisión, el texto ofrece, además, junto al resumen histórico, unos juicios críticos de interés, fruto de la agudeza del autor como observador.


El artículo del historiador del arte Francisco Corti, publicado en 2002 por el Instituto de Teoría e Historia del Arte “Julio E. Payró” de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, forma parte, también, de un plan sistemático de estudio de la arquitectura neogótica protestante de Buenos Aires y sus alrededores (Iglesias reformadas neogóticas). Es el más extenso y detallado en su objeto formal, si bien la parte histórica relativa al templo alemán la abreva, mayormente, en la obra de Schmidt, y no soslaya los hallazgos de De Paula. A mi juicio, donde se robustece como aporte original, es en el pormenorizado análisis de la estética arquitectónica del edificio, sus vidrieras y su recepción como novedad en la escena urbana local. Por otra parte, la aproximación teórica que trae el capítulo primero de la antología Iglesias reformadas neogóticas, y su capítulo segundo, relativo al neogótico eclesiástico en Buenos Aires, conforman un documento erudito, de lectura obligada y provechosa.


Tanto De Paula como Corti detienen su análisis en las reformas ocurridas en 1923 (aunque Corti menciona el vitral colocado en el ábside en 1933), sin llegar a la intervención de Andrés Kálnay, que ofrecemos, ilustrada, en este volumen. Tampoco se ocuparon de los locales parroquiales creados en el marco de aquel programa constructivo. Y, por razones de calendario, ninguno de ellos, fallecidos hace varios años, pudo conocer las tareas de puesta en valor emprendidas durante 2022-2023 y las comprobaciones que de ellas se derivan.


Como dije antes, la generosa predisposición de las autoridades de la CEABA ha permitido concretar esta publicación, que no sólo toma ventaja de las fuentes bibliográficas ya editadas, sino de la consulta directa de otros documentos inéditos que custodia la Congregación (entre ellos, los planos originales en papel “ferroprusiato” de las fachadas de 1923, hasta ahora nunca analizados) y de las comprobaciones empíricas y discusiones técnicas ocurridas durante las mencionadas tareas de recuperación material.


El templo de la calle Esmeralda es el signo edificado y visible, luego de 170 años de erigido, de la presencia en la Argentina de una comunidad migrante identificada desde el comienzo con el espíritu y el idioma alemán (Volkgeist und Muttersprache) y con la cultura (Kultur) que ese idioma pronuncia, todos ellos componentes del Deutschtum; pero, además, con los principios de la Reforma luterana y sus epigonismos unificados evangélicos. De alguna manera, se trataba de conceptos “conjugados” epocalmente, inseparables el uno del otro e inconcebibles el uno sin el otro, del mismo modo en que se conjuga lo cóncavo con lo convexo.


Es, también, el testimonio de una misión y un servicio inspirados en los valores cristianos, que deben continuar. Sin perder la identidad religiosa protestante que pervive en la CEABA, los herederos de aquella generación fundadora fueron, poco a poco, relajando los mandatos de aquel modelo de “germanidad” y abriéndose a nuevas formas de integración con la República que dispensó hospitalidad a sus ancestros. Ni sus iglesias, ni sus escuelas, ni sus clubes, ni su hospital, ni sus cementerios son ya espacios estrictamente étnicos, porque se han hecho plenamente argentinos, aunque la huella del tono alemán los caracterice, sin duda. 


Ciertamente, nada hemos hecho nosotros, los argentinos del presente, sin distinción de credo religioso, para merecer este tesoro, material e inmaterial, que nos fue legado y que está allí, al alcance apropiador de las miradas. 


Porque aquellos antepasados del siglo XIX creyeron en este país y pensaron en el futuro, hoy, este bien cultural y cultual enriquece el patrimonio de nuestro presente y permanece como testimonio tangible de la misión ininterrumpida de la Congregación que lo erigió. Pero nos fue dado gratis, sin mérito de nuestra parte. No lo olvidemos.


En suma, las páginas que siguen ofrecen al lector una historia del templo alemán, su equipamiento y sus locales anexos, en sus diversas etapas, lo más completa que nos ha sido posible compilar en base a las fuentes primarias y secundarias disponibles. 


Y ofrecen, además, un compendio de su estética, cuyo lenguaje expresivo fue una excepcionalidad en 1853, que sufrió reajustes arquitectónicos en 1923, y añadidos decorativos en 1933, todo ello de mano e ingenio de diferentes actores artísticos.


El inventario de nombres de fundadores, promotores y partícipes pretéritos de este logro (y recalco lo de “pretérito”, casi con nostalgia, porque los protagonistas de estas fechas terminales entre 1853 y 1933 ya no viven), marca el perímetro de humanidad concreta que identifica a la obra, y da cuenta de la fe religiosa que la inspiró y la sostiene.


Las certezas que ya enunciaron otros autores las hemos corroborado. Si hubo algún yerro, hemos intentado rectificarlo, con el debido respeto a quienes antes abordaron el tema. Los vacíos hemos procurado completarlos con nuevas pruebas documentales, hasta donde fue posible.


Hoy, sin duda, sabemos más que antes acerca de este bien arquitectónico de altísima calidad patrimonial e identitaria. Pero no lo sabemos todo, porque existe una cantidad de autorías que seguimos ignorando: ¿quién fue el contratista de la construcción?, ¿quiénes fueron sus albañiles?, ¿quién forjó las rejas, las antiguas y las más nuevas?, ¿quién fabricó la vidriera del gran ventanal de la fachada?, ¿dónde se fabricó?, ¿quién modeló los adornos de los pináculos y las torres?¿quién ejecutó las carpinterías originales?,¿quién diseñó las piezas de cerrajería ornamentada?, ¿quién esculpió los relieves de los ángeles coronados?, ¿quién fabricó las luminarias?, ¿y el altar? Y, como una cuestión recurrente, seguimos preguntándonos acerca de aquel misterioso “P. Bennert”, cuya propuesta, también misteriosa para nosotros, no resistió el peso del croquis… o del nombre de Taylor.


Quizá algún día, otra generación de investigadores acierte con las respuestas, demostrando que la historia es un continuum abierto a nuevos cuestionamientos críticos y, con suerte a favor, a nuevos hallazgos heurísticos. Porque aunque los años pasen, la ciudad cambie, y hasta la feligresía se renueve, la iglesia alemana permanecerá en su lugar, y el discurso que pronuncia con su sola presencia, seguirá siendo parte de esa memoria común, con frecuencia envuelta en la bruma del olvido, pero que, gracias a la crónica histórica o al ritual conmemorativo que satisface a las efemérides, cada tanto vuelve a fluir, como el cauce seco de un río antiguo.